Pregunta Nick Cave “¿Me quieres?”
y ahí corren perros y lobos, todos negros, todos de luto. Parece la paráfrasis
de un cuento de Brenda Lozano. Los fans del cantante australiano llegan a la
cita con sed lujuriosa y se empinan vasos rebosantes de cerveza como preámbulo
al concierto, parecieran incapaces de presenciar aquello con todos los sentidos
comprometidos. Las luces no se apagan, huyen en cuanto Cave pone un pie en el
templete y aquello ruge a coro mientras los músicos se siembran detrás de sus
instrumentos.
El también escritor se acomoda
detrás de un piano y les imprime tanta ternura como furia al llamar a las
reencarnaciones contemporáneas de Jesús, que son todas, que son cualquiera.
Empezando por el hijo que perdió el cantante tres años atrás o los poco más de
setenta muertos que dejaron un presidente y su sucesor en Tlatelolco, hace
cinco décadas. Están presentes los corpóreos y los invocados.
Es la tercera canción la que
plantea el cuestionamiento que, según sea la respuesta, da o quita la vida: ¿Me
quieres? Cuando Nick lanza la pregunta a sus seguidores la respuesta es
absoluta, no hay quien no lo quiera en la enorme sala que es el Pepsi Center.
Los músicos, The Bad Seeds, no se rezagan ni un momento en el espectáculo, pues
se dejan la vida en la tarea de ofrecer una atmósfera adecuada a los poemas que
recita a ritmo quien esa noche luce de negro un traje que le calza la delgada
silueta.
Detrás del grupo, resplandece la enorme proyección en escala de grises, a los costados hacen lo propio un par de pantallas. Pero todos buscan con la mirada a Nick Cave, se alzan sobre sus talones para enfocarlo en el escenario, para confirmar que aquello es real, y que la profunda voz viene de un hombre que evoca palabras de amor, de anhelo con una expresión circunspecta en el rostro. Quien se erigiera como figura del punk, cierra los ojos frente a una multitud que no deja de verlo; sólo él sabe qué imágenes, qué rostros aparecen.
Warren Ellis y compañía apelan al
oído. Cuando suena Red Right Hand, descargan violentos golpes a las percusiones
y a un set de tubos que hacen eco metálico en el venue. Los estruendos que
semejan el tronar del cielo antes de la tormenta en el álbum, son aún más
impresionantes en directo y al tiempo que estalla el sonido se lanza un
destello de luz desde las guías que iluminan al público. La impresión parece
ser tanta que algunas manos se entorpecen, pierden el agarre, y sueltan los
vasos de cerveza.
Es un vaivén emocional aquel
espectáculo. A capricho baja la intensidad para interpretar, de nuevo al piano,
Into My Arms. Algunos piden… pedimos… yo pido… algunos ruegan… rogamos… yo
ruego… que, si hay algo tal como un Señor, se nos sea concedida de vuelta la
persona de la que hablamos con amor. Ceden los escudos del ateísmo mientras se
mecen los cuerpos. La trinidad la completan Shoot Me Down y Girl In Amber.
Aunque sea en forma de
proyección, se hace presente la soprano Else Torp para endulzar momentáneamente
el oído. Hasta que empieza Tupelo y regresan las estridencias, los sonidos
desgarradores. Warren no se guarda nada y parece enojado con su violín y, de un
instrumento del que estamos acostumbrados a escuchar notas la mar de suaves, le
saca demonios. Lo agita, lo rasguña y lo zarandea.
De un momento a otro, Nick
aparece en una plataforma cerca de la cabina de sonido y con fervor religioso
los fans le tienden los brazos como si el cantante fuese a hacer una pausa para
estrecharles la mano. Se pasea con cadencia por ahí y cuando está decidido a
regresar al escenario, se procura una pasarela pidiendo que le cedan el paso.
Lleva el micrófono prendido y se escuchan las palabras amorosas, los gritos
histéricos y el torpe inglés de los que se lanzan hacia él para tocarlo.
Es entonces cuando sube a una
veintena de personas al escenario y las convierte en su coro; les pide que
guarden sus celulares y que se apacigüen un poco a lo que ellos acceden y
fungen como las voces que piden alejar el cielo mientras hacen ademanes con los
brazos, como siguiendo las instrucciones de un clérigo.
A lo largo de la presentación,
han de repetirse las imágenes de un huracán sobre las pantallas: árboles a
merced de fieros vientos y el azote del mar en donde no debería de haber tanta
agua. No son éstas otra cosa más que una alegoría de la magnitud de las
experiencias que propiciaron tan bellas como terribles canciones. Es el aviso
de cómo puede ponerse la vida en un descuido y la prueba de que de ese tamaño
debe de ser la obra que ayude a afrontar el suceso.
Nick Cave & The Baad Seeds se
retiran del escenario luego de llamar a los muertos, de mover a los vivos y de
mostrar amor furioso por sus instrumentos. Vestidos de luto, con plenas
sonrisas y el sudor en los rostros, salen del recinto los fans ya convertidos
en fieras que si muestran los colmillos es para deshacerse en gozo por lo
vivido en dos horas y media. Hacen retórica la pregunta. ¿Me quieres?
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