jueves, 8 de septiembre de 2016

Algún día te tenías que ir, JuanGa


Era impresionante. Tendrías que haberlo visto tú mismo. Bastaba con salir del Metro para ver la inmensa fila de espera en la que algunas señoras intercambiaban su historia de la ocasión cuando les tocó verte. Doña Lourdes dice que compartió un último concierto tuyo con su padre veinte años atrás antes de que éste falleciera. Ahora está convencida de que ambos, su padre y tú, la van a estar esperando en el cielo para volver a cantar juntos.

Lulú estaba cansada pues hizo un viaje en autobús desde Michoacán para dejarte una flor, dijo que la traía desde su jardín. Se hizo amiga de doña Martha, que viene con su hija desde Ecatepec. Compartían unos taquitos de canasta mientras veían una de las pantallas que les decía por dónde venías. Apenas estabas aterrizando en el hangar presidencial y las tres mujeres ya te sentían cerca.

Llovió un poquito, lo suficiente como para refrescar a quien tenía calor y no tanto como para darme la oportunidad de escribir algo como que “el cielo también te estaba llorando”. En realidad pocos lloraban. Eran más los que te estaban cantando. Era la forma más recurrente que tenían de recordarte. En el kiosco de la Alameda Central montaron un karaoke para hacerte un homenaje.

Cuando pasé por ahí una niña gritaba que se iba a emborrachar por un amor. Pero tiene menos de diez años, por supuesto que todavía no sabe lo que es sufrir por un amor. Su hermano trató de cantar que no tenía dinero ni nada que dar, con más ganas que talento. Al menos las partes que se sabía; seguro que al terminar el día no se le va a olvidar jamás.

Una señora se subió a cantar Abrázame muy fuerte, pero no pudo terminar. Se le rompió la voz antes del primer coro. Otra señora se le acercó para ayudarle, mientras la abrazaba. No pude preguntarles de qué se acordaban porque las perdí de vista entre la gente que se subió para refugiarse de la lluvia. Ya ahí se envalentonaron y pidieron turno para cantarte, otros tomaron el micrófono para dedicarte unas palabras.

Espero que no te hayan confundido las voces de los solemnes e improvisados conductores del canal 22 de las pantallas. No se había muerto un literato o el más respetable de los políticos -ajá-. La gente te va a extrañar, sí, pero no parecían estar ahí para un velorio. De haber habido oportunidad habrían llevado botellas de alcohol y eso hubiese parecido más una fiesta digna de septiembre.


Los organilleros del Centro Histórico se unieron al homenaje y cambiaron las clásicas canciones de su repertorio por Amor eterno. Los vendedores que aprovechan cualquier concierto para sacar mercancía ad hoc, se apresuraron a imprimir fotografías tuyas, un montón de posters, tazas y banderitas; quemaron discos en mp3 con parte de tu discografía porque en un disco no cabe todo tu trabajo. Por eso los más listillos vendían a veinte pesos memorias USB con más canciones. Se acabaron rápido y no pude corroborar qué tanto tenían.

Llegaste alrededor de las cuatro y diez de la tarde. En la parte más alta del edificio de Sears, en los pisos medios de la Torre Latinoamericana y en la terraza del Banco de México se juntó un montón de gente para verte. Pero la cantidad era mayor sobre Eje Central y las esquinas de la Calle Madero y Avenida Juárez. Cuando pasó tu cortejo, algunos lanzaron pétalos de rosas y algunos globos; agitaban banderines, gritaban porras e insistían en lo mucho que te van a extrañar.

Creí que solo estaban ahí para verte pasar, pero en cuanto lo hiciste se fueron a formar para entrar a despedirse de ti en el lugar donde te consagraste. Familias enteras, como si fuera domingo, corrían de un lado para otro y le pedían al hijo mayor que no soltara a su hermano. Muchos pequeños iban vestidos con el uniforme de la escuela. Otros empujaban la silla de ruedas del más viejito de casa. A ése que seguro le tocó ver florecer tu carrera.

Todos iban de un lado para otro buscando un lugar en la fila que le daba vuelta y media a la Alameda y a Bellas Artes. Para cuando terminaron de acomodarse, la fila había aumentado dos veces su tamaño.

Cuando se calmaron las aguas, se pudo volver a caminar, más o menos, por Avenida Juárez. Quienes tenían lugar en la acera frente al palacio pudieron escuchar a Fernando de la Mora y a Aida Cuevas, acompañados del Mariachi Gamamil, cantar algunas de tus canciones. Pero Fernando tampoco pudo terminar una de sus interpretaciones. Tenía un nudo en la garganta. Algunos acusaron que se le había olvidado la letra, pero es más probable que a un mexicano se le olvide el Himno Nacional que una canción tuya.

Antes de las seis entró el mariachi para cantarte, afuera tomaron el turno los imitadores. Te conocen de memoria cada uno de tus modos y movimientos en el escenario y los reprodujeron en la calle. En pequeños grupos también te cantaron. Un hombre lo hacía mientras veía una foto tuya. Una señora elevaba una rosa blanca. Juntos repetían que el amor que te tienen es eterno.

Más adelante, un señor puso su colección de acetatos en el suelo para presumirlos. No quería venderlos, tampoco responder preguntas, quería que vieran sus discos y ya. Conté cincuenta y un hombre le ofrecía dos mil quinientos pesos por todos. Yo también me habría puesto de malas.

Algunos te quieren mucho muy a pesar de su homofobia. Te lo digo porque de un momento a otro un hombre se puso a llorar muy acongojado mientras abrazaba a su novio. Entonces una mujer, haciendo ciertos movimientos con la mano y algunos gestos, menospreció su tristeza acusándolos con su marido que le respondió con una mirada indiferente.

Unos minutos antes de darles paso para darte el adiós de frente, en las pantallas transmitieron un mini documental sobre tu vida, para recordarles que: no te hiciste de la noche a la mañana y bien valía pasar el día haciendo fila.


Entonces conocí a gente de Colombia, Ecuador y Venezuela que vinieron como embajadores de sus países, porque también dejaste conciertos pendientes en Sudamérica. Se juntaron con un sinaloense y un sonorense para dedicarte, una vez más, Amor Eterno.

Un hombre le estaba llorando muy quedito a Vicente Fernández. No quería llamar la atención. Decía saber que Chente es el siguiente. Tu tocayo, don Alberto parecía estar ensayando para cuando a su ídolo le tocara partir. Me dijo que tu muerte también le dolió, por eso vino desde Zacatecas, completamente solo. Planeaba entrar a verte en algún momento si tenía oportunidad y muy temprano por la mañana, tomar camino de regreso.

Para las siete de la noche ya era imposible caminar o encontrar rostros para preguntarles qué significa tu partida en su vida. Algunos llevaban los boletos de los conciertos que diste el año pasado. Antes de dejar el lugar, eché un vistazo sobre la Alameda Central y déjame decirte que habrías llenado sin problema alguno ese concierto que supuestamente ibas a dar en el Zócalo de la Ciudad de México.

Los noticiarios decían que había al menos medio millón de personas en los alrededores con la intención de verte una última vez. En algunos periódicos dicen que fueron setecientos mil y una señora logró burlar la seguridad para darle un beso a la caja que ahora te contiene.

¿Que si eres un ídolo? Lo que se ve, no se pregunta.

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