Era
impresionante. Tendrías que haberlo visto tú mismo. Bastaba con salir del Metro
para ver la inmensa fila de espera en la que algunas señoras intercambiaban su
historia de la ocasión cuando les tocó verte. Doña Lourdes dice que compartió
un último concierto tuyo con su padre veinte años atrás antes de que éste
falleciera. Ahora está convencida de que ambos, su padre y tú, la van a estar
esperando en el cielo para volver a cantar juntos.
Lulú estaba
cansada pues hizo un viaje en autobús desde Michoacán para dejarte una flor,
dijo que la traía desde su jardín. Se hizo amiga de doña Martha, que viene con
su hija desde Ecatepec. Compartían unos taquitos de canasta mientras veían una
de las pantallas que les decía por dónde venías. Apenas estabas aterrizando en
el hangar presidencial y las tres mujeres ya te sentían cerca.
Llovió un
poquito, lo suficiente como para refrescar a quien tenía calor y no tanto como
para darme la oportunidad de escribir algo como que “el cielo también te estaba llorando”. En realidad pocos lloraban. Eran
más los que te estaban cantando. Era la forma más recurrente que tenían de
recordarte. En el kiosco de la Alameda Central montaron un karaoke para hacerte
un homenaje.
Cuando pasé por
ahí una niña gritaba que se iba a emborrachar por un amor. Pero tiene menos de
diez años, por supuesto que todavía no sabe lo que es sufrir por un amor. Su
hermano trató de cantar que no tenía dinero ni nada que dar, con más ganas que
talento. Al menos las partes que se sabía; seguro que al terminar el día no se
le va a olvidar jamás.
Una señora se
subió a cantar Abrázame muy fuerte, pero no pudo terminar. Se le rompió la voz
antes del primer coro. Otra señora se le acercó para ayudarle, mientras la
abrazaba. No pude preguntarles de qué se acordaban porque las perdí de vista
entre la gente que se subió para refugiarse de la lluvia. Ya ahí se envalentonaron
y pidieron turno para cantarte, otros tomaron el micrófono para dedicarte unas
palabras.
Espero que no te
hayan confundido las voces de los solemnes e improvisados conductores del canal
22 de las pantallas. No se había muerto un literato o el más respetable de los
políticos -ajá-. La gente te va a extrañar,
sí, pero no parecían estar ahí para un velorio. De haber habido oportunidad
habrían llevado botellas de alcohol y eso hubiese parecido más una fiesta digna
de septiembre.
Los organilleros
del Centro Histórico se unieron al homenaje y cambiaron las clásicas canciones
de su repertorio por Amor eterno. Los vendedores que aprovechan cualquier
concierto para sacar mercancía ad hoc, se apresuraron a imprimir fotografías
tuyas, un montón de posters, tazas y banderitas; quemaron discos en mp3 con
parte de tu discografía porque en un disco no cabe todo tu trabajo. Por eso los
más listillos vendían a veinte pesos memorias USB con más canciones. Se
acabaron rápido y no pude corroborar qué tanto tenían.
Llegaste
alrededor de las cuatro y diez de la tarde. En la parte más alta del edificio
de Sears, en los pisos medios de la Torre Latinoamericana y en la terraza del
Banco de México se juntó un montón de gente para verte. Pero la cantidad era
mayor sobre Eje Central y las esquinas de la Calle Madero y Avenida Juárez.
Cuando pasó tu cortejo, algunos lanzaron pétalos de rosas y algunos globos;
agitaban banderines, gritaban porras e insistían en lo mucho que te van a
extrañar.
Creí que solo
estaban ahí para verte pasar, pero en cuanto lo hiciste se fueron a formar para
entrar a despedirse de ti en el lugar donde te consagraste. Familias enteras,
como si fuera domingo, corrían de un lado para otro y le pedían al hijo mayor
que no soltara a su hermano. Muchos pequeños iban vestidos con el uniforme de
la escuela. Otros empujaban la silla de ruedas del más viejito de casa. A ése
que seguro le tocó ver florecer tu carrera.
Todos iban de un
lado para otro buscando un lugar en la fila que le daba vuelta y media a la
Alameda y a Bellas Artes. Para cuando terminaron de acomodarse, la fila había
aumentado dos veces su tamaño.
Cuando se calmaron
las aguas, se pudo volver a caminar, más o menos, por Avenida Juárez. Quienes
tenían lugar en la acera frente al palacio pudieron escuchar a Fernando de la
Mora y a Aida Cuevas, acompañados del Mariachi Gamamil, cantar algunas de tus
canciones. Pero Fernando tampoco pudo terminar una de sus interpretaciones.
Tenía un nudo en la garganta. Algunos acusaron que se le había olvidado la
letra, pero es más probable que a un mexicano se le olvide el Himno Nacional
que una canción tuya.
Antes de las
seis entró el mariachi para cantarte, afuera tomaron el turno los imitadores.
Te conocen de memoria cada uno de tus modos y movimientos en el escenario y los
reprodujeron en la calle. En pequeños grupos también te cantaron. Un hombre lo
hacía mientras veía una foto tuya. Una señora elevaba una rosa blanca. Juntos repetían
que el amor que te tienen es eterno.
Más adelante, un
señor puso su colección de acetatos en el suelo para presumirlos. No quería
venderlos, tampoco responder preguntas, quería que vieran sus discos y ya.
Conté cincuenta y un hombre le ofrecía dos mil quinientos pesos por todos. Yo
también me habría puesto de malas.
Algunos te
quieren mucho muy a pesar de su homofobia. Te lo digo porque de un momento a
otro un hombre se puso a llorar muy acongojado mientras abrazaba a su novio.
Entonces una mujer, haciendo ciertos movimientos con la mano y algunos gestos,
menospreció su tristeza acusándolos con su marido que le respondió con una
mirada indiferente.
Unos minutos
antes de darles paso para darte el adiós de frente, en las pantallas transmitieron
un mini documental sobre tu vida, para recordarles que: no te hiciste de la
noche a la mañana y bien valía pasar el día haciendo fila.
Entonces conocí
a gente de Colombia, Ecuador y Venezuela que vinieron como embajadores de sus
países, porque también dejaste conciertos pendientes en Sudamérica. Se juntaron
con un sinaloense y un sonorense para dedicarte, una vez más, Amor Eterno.
Un hombre le
estaba llorando muy quedito a Vicente Fernández. No quería llamar la atención.
Decía saber que Chente es el siguiente. Tu tocayo, don Alberto parecía estar
ensayando para cuando a su ídolo le tocara partir. Me dijo que tu muerte
también le dolió, por eso vino desde Zacatecas, completamente solo. Planeaba
entrar a verte en algún momento si tenía oportunidad y muy temprano por la
mañana, tomar camino de regreso.
Para las siete
de la noche ya era imposible caminar o encontrar rostros para
preguntarles qué significa tu partida en su vida. Algunos llevaban los boletos
de los conciertos que diste el año pasado. Antes de dejar el lugar, eché un
vistazo sobre la Alameda Central y déjame decirte que habrías llenado sin
problema alguno ese concierto que supuestamente ibas a dar en el Zócalo de la
Ciudad de México.
Los noticiarios
decían que había al menos medio millón de personas en los alrededores con la
intención de verte una última vez. En algunos periódicos dicen que fueron
setecientos mil y una señora logró burlar la seguridad para darle un beso a la
caja que ahora te contiene.
¿Que si eres un
ídolo? Lo que se ve, no se pregunta.
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