Antes de llegar
al salón fui testigo del encuentro de una pareja. Él llevaba un sombrero blanco
con un discreto listón negro en la copa, vestía una camisa blanca, y de acuerdo
con lo que la poca luz me permitió distinguir, ésta tenía unas figuras
tropicales entre palmeras y coquitos, unos pantalones beige perfectamente
planchados con la raya marcada en medio y unos zapatos que brillaban en negro
completaban el atuendo.
Su cita, llevaba un vestido de una
sola pieza café claro, una bolsa y zapatos de tacón negros, combinando así
armónicamente el uno con el otro. Él la esperaba frente a la esquina de Lerdo,
bajo un poste que brillaba a media luz. Yo caminaba a buena distancia detrás de
la mujer y fue así que pude ver en el rostro del caballero una sonrisa como de
quien está ilusionado. Se abrazaron, se tomaron de las manos y echaron a andar.
Yo había olvidado en qué calle
tenía que girar para llegar al lugar y entonces ya no hizo falta sacar la
libreta para corroborar la dirección. Caminé discreto detrás de ellos y apenas
un par de casas adelante pude percibir el olor a humo de quienes habían hecho
una pausa para fumar. Decidí cruzar a la acera de enfrente para verle bien.
Escuché hasta el cansancio
“Quien no conoce Los Ángeles, no conoce México”, y ahí estaba mi bienvenida: el
gran letrero de aluminio que por las noches se ilumina de rojo neón y sólo dice
Los Ángeles. Mucho gusto, México.
Quería que mi primera visita al
mítico salón fuese algo especial, en un día importante, y así crear un recuerdo
digno del cual escribir. Diez horas antes eché un vistazo a su página de
internet en busca de algún evento futuro, pero me encontré con que todos los
martes sin falta hay danzón, y la entrada sólo cuesta cincuenta pesos. Bien
valía la pena ir ese mismo día cuando menos a echar un vistazo.
Este salón está a punto de
cumplir ochenta años de existencia y sólo tiene unos detalles en su estructura
que demuestran lo mucho que ha resistido al paso del tiempo. De hecho
sorprendería más que no los tuviera. Si uno se detiene apenas cruza la entrada,
podrá notar la diferencia entre el lado derecho e izquierdo del lugar.
Mientras que el derecho semeja
un salón para fiestas, es en el ala izquierda donde está la mayor parte del
encanto. Está iluminada por grandes lámparas y unos bellos candelabros a los
cuales no les hacen falta ni un foquito. Un poco más allá está la dulcería, y
encima brilla otro letrero de neón que les recuerda a todos el nombre del lugar.
Sin embargo, la verdadera
identidad del salón pende de un par de paredes en forma de viejas fotos de parejas
que fueron captadas luciéndose en algún momento importante, personas que con
sus mejores pasos construyeron la reputación del lugar. También están los
carteles de noches, que imagino, espectaculares. Como la del 6 de julio de 1976
cuando el acto estelar era La Sonora Matancera y un mes más tarde, el lunes 2
de agosto se presentó Pérez Prado para celebrar 39 años del salón.
Según me informaron, esa noche
habría gente de la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México como invitados
especiales. Se les dispuso un lugar especial lejos de la pista de baile, en la
parte derecha del salón, porque serán especiales, pero hay jerarquías, y éstas
las dictan el ritmo y la costumbre. Se dispusieron tablones largos con unos
manteles blancos y ya.
Quienes mantienen viva la
tradición tienen su lugar en la larga sala principal, pegados a la pista de
baile y frente a la orquesta. Ahí mismo me atrevo a tomar asiento. Aunque hay
sillas que dan la impresión de ser más cómodas, yo ocupo una que parece tener
más historia. A mi espalda, hay una mesa a la que pasan a cenar rápido unos
taquitos de canasta quienes acaban de llegar.
Para los que son asiduos al salón,
cualquier día en el que se pueda ir a bailar, es un día especial. Se visten de
manera elegante, aunque claramente no es de gala, pues no calzan esos zapatos
de colores brillantes, y hasta excéntricos, de los cuales se pueden ver algunos
pares exhibidos en una vitrina a un lado de la entrada, como si de trofeos se
trataran.
Claramente la mayoría de los
presentes se arregló para acudir impolutos como cada martes. El más elegante
viste un traje de tono verde oscuro, con camisa y zapatos negros, pañuelo y
corbata rojos, coronando el atuendo con un sombrero. Su pareja lleva en un
vestido la misma combinación de colores, con un abanico de color blanco.
Pareciera que todos se conocen.
Cuando ven un rostro familiar alzan las manos para atraer su atención y una vez
hecho el contacto visual se hacen señas que resultan ser una verdadera hazaña
del lenguaje no verbal. Se dicen más cosas que un simple hola. Si a quien ven
es más que un conocido, esquivan varias mesas para llegar con el otro. Se
saludan con efusión, como si el volverse a ver fuese un triunfo a esa edad.
Pero si algo aquí no pesa es la
vejez. Sobran la energía y las ganas de bailar. Por ello no importa qué tan
incómodos sean los asientos con respaldo de varilla. Ahí solo descansan las
bolsas y las mesas son para poner la cubeta de cervezas o las cubas y los
refrescos.
Pasados unos quince minutos desde mi arribo, la Orquesta Antillana de Arturo Núñez sube para tomar un segundo turno y mientras saludan a quienes recién llegamos todos van en busca de sus parejas. Los hombres se levantan primero de su asiento y ofrecen su mano a quien les acompaña, en una lección de galantería.
Sin embargo ellas también toman la iniciativa. Una señora, a la cual su edad todavía no la hace candidata a obtener la tarjeta que le permita el acceso gratuito al Metro, se acerca con un hombre mucho mayor. Con entusiasmo le sonríe y también le extiende la mano invitándolo a que la conduzca por la pista de baile. Y llegan justo a tiempo cuando la orquesta empieza a entonar Cascarita de limón, del Son clave de oro.
A pesar de que da la impresión
de que no cabe nadie más, la coordinación entre las parejas es tal que no estorban
a los demás ni parece que se van a tropezar en algún momento. Así que me acerco
un par de mesas más con la intención de ver mejor. Pero es el sentido del
olfato el agasajado.
Con cada movimiento las parejas
despiden un aroma peculiar, como si los perfumes de ambos se pusieran a bailar
también. Los de ellas son delicados, florales mientras que los de ellos son más
robustos, como a madera; alcanzo a distinguir a otros que combinan dulce y ahumado.
No, la palabra fino o caro aquí
no caben. Visten y huelen como acostumbran desde hace años y las marcas poco
importan. Es una cuestión de gustos. Y ya lo dijo el maestro Jaime López, en gustos se rompen madres.
Al centro de la pista, hay dos
parejas que sobresalen tanto por su forma de bailar como por su apariencia. Se
adueñan del espacio que ocupan. Se mueven con estilizada desfachatez. Atraen
las miradas de los mayores. Son el cómo
te ves me vi. Son los herederos del baile; la esperanza de que el salón asegure
al menos otra generación de vida.
Ellos son la espectacularidad en
persona: se pavonean amanerados con movimientos estridentes mientras que ellas
se divierten tanto como reflejan las sonrisas en sus rostros. Ninguno de los
cuatro pasará los 25 años ni llevan las vestimentas que las personas mayores. Inclusive
uno de los hombres tiene el pelo pintado de rubio, casi blanco.
La orquesta así como termina una canción empieza la siguiente porque el tiempo apremia. Suenan imponentes las trompetas de El caballo y la montura y quienes se van a incorporar a la pista lo hacen como si de una alberca se tratase: primero meten un pie y dan un paso hacia adelante y, de repente, en vez de un clavado, dan un intempestivo giro, extienden el brazo y atrapan la mano de quien les ha de acompañar en la inmersión.
Luego de cincuenta minutos termina el turno de la orquesta, y apenas sueltan su última nota, el sonido del salón sube el volumen a un mambo y algunos se quedan para demostrar que al son que les toquen, bailan.
Pero cuando El Príncipe Felipe
Urban y su Danzonera toman su lugar en el escenario, sólo unas pocas parejas,
ataviadas en trajes como los que se ven en la Plaza de la Ciudadela, se quedan
en la pista para recibir a su majestad el danzón.
Comienza a sonar la pieza
dedicada a Veracruz y sonríen gustosos, como quien espera toda la comida para
llegar al postre. Marcan la distancia entre sus cuerpos y se mueven al vaivén
del ritmo en cuatro tiempos y forman un cuadro imaginario con sus pasos. Pero
lo tienen completamente dominado y cuando alguien se sabe al dedillo algo, se
pone presumido. Más aún cuando hay invitados en la casa.
Son la cadencia en persona.
Dieciséis compases, pausan para voltear a ver a la orquesta y les aplauden,
para luego reanudar el baile. Aumenta la velocidad de la música y también lo
hacen los bailarines. Dieciséis compases más y una pareja rompe con el
protocolo para dedicarse una mirada cómplice, se dan un beso y omiten cualquier
palabra. Reanudan con gracia.
Los cincuenta minutos que le correspondían a la orquesta se van volando. Y de nuevo el sonido evita que alguien se siente. Apenas terminan de agradecer cuando suena el estridente e inconfundible acordeón de Cómo te voy a olvidar de Los Ángeles Azules, pero en su versión original.
Una mujer a la que los años le
han obligado a encorvarse un poco abandona su silla y se pone a bailar frente a
su acompañante mientras le sonríe traviesa y le obliga a levantarse de su
lugar.
Cuando termina esa primera
canción, alguien toma el micrófono y les hace saber a los presentes que por esa
ocasión el horario del salón se extenderá hasta las once de la noche y todos
aplauden, indiferentes al hecho de que sea martes. No es que no tengan
responsabilidades, pero con la vida ya cumplieron.
Encamino hacia la salida y a un costado está uno de los señores de impecable vestimenta. Me reconoce primerizo en el lugar, nos sonreímos, me extiende la mano y le digo:
-Mucho gusto, hasta luego.
Sin esperar una respuesta, salgo a la calle con el placer de haber conocido México.
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