No importa cuánto tiempo pases
escuchando los discos de Chicano Batman o viendo videos de sus viejas
presentaciones, nada te prepara para lo que sucede cuando Eduardo Arenas,
Carlos Arévalo, Bardo Martínez y Gabriel Villa se suben a un escenario. Hay
partes en su show que parecen estar en otro idioma o que precisan sinestesia
para entenderlas, más no para disfrutarlas. Pero vamos por partes.
La tarde se antojaba tibia y,
dado que las filas de acceso al Lunario se hicieron desde temprano, los cuerpos
de los asistentes, en su mayoría jóvenes, despedían aromas a perfume y oficina;
mismos que se empeñaban en opacar con el humo de los cigarros. Apenas
oscureció, se les permitió la entrada y aquello ya lucía el sold out que habían
anunciado por la mañana, como quien gana de último minuto a pesar de dominar el
juego.
Antes de que se subiera Salvador
y El Unicornio como acto telonero, las pláticas iban en torno a las expectativas
que llevaban sobre lo que ahí debía de ocurrir. Y se repitió mucho el caso de
quien era fan declarado e iba acompañado por alguien que no sabía salvo lo
esencial acerca del grupo en cuestión, lo que daba paso a que la primera
persona pudiera lucirse con los datos acerca de la banda angelina:
nacionalidades, influencias y trayectoria.
El fichaje de Panoram se subió
armado sólo de su guitarra en un mini show de treinta minutos exactos que
fueron de menos a más en cuanto a energía se refiere, culminando
satisfactoriamente con un par de invitados en la batería y otra guitarra.
Treinta minutos más tuvieron que
pasar para que los protagonistas de la noche se subieran enfundados en
elegantes trajes de color azul, con camisa blanca y corbata de moño negra,
acompañados por dos bellas coristas. Y sin dar más oportunidad de nada lanzaron
certeras las primeras notas de Angel Child y de entre el público se elevaban
breves nubes de humo de quienes pasaron furtiva marihuana y se preparaban para
la psicodelia.
Sucedieron Cycles of Existential
Rhyme, Passed You By e hicieron una escala por su disco homónimo con La
Samoana. Cuatro canciones y, Bardo se animó de más, al grado de quitarse el
saco y arrojarlo al público. Ya liberado se adueñó de lo que le correspondía
del escenario; como si lo hubiese ensayado, hizo algo parecido a un salto
mortal hacia atrás.
Sin embargo, nadie se roba el
show, cada uno tiene una personalidad manifiesta: Carlos pocas veces voltea a
ver hacia el frente, demuestra pocas emociones, se mueve a discreción mientras
cierra los ojos y pone toda su energía en las cuerdas de la guitarra. Eduardo
es mucho más efusivo, también cierra los ojos, pero agita la cabeza animoso y
Gabriel tiene primera fila para ver a sus compañeros mientras con cada golpe a
la tarola la hace brillar.
Con el bajeo pegajoso de Freedom
Is Free la gente se anima aún más y hacen gala del griterío que puede armar la
multitud chilanga. Asestaron Friendship (Is A Small Boat In A Storm) y Black
Lipstick, y entonces sí llegó su majestad la psicodelia: los teclados sonaban
ácidos en tonos de órgano mientras la guitarra construía puentes largos, de
esos que dan vértigo, pero el bajo se mantenía funky.
Sin decir palabras alardearon de
eso que nos platicó Eduardo hace un par de meses: son la campechana más
americana; sacaron a relucir todo lo que la práctica les ha dado, así como el
venir de hogares latinos con tantas influencias. Entonces Eduardo y Bardo
intercambiaron sus instrumentos y empezó a sonar la cumbia. Que si estábamos
listos, preguntó Eduardo al tomar también el micrófono. Y al parecer nacimos
listos, nada más porque aquello estaba repleto, de otra manera más de uno, en
vez de hacerse el interesante, habría sacado a su pareja a bailar Lisandrero y
La Manzanita (no la de Los Tigres del Norte, cabe aclarar).
Los momentos en los que la banda
hacía pequeños silencios eran aprovechados por un animado público que se deshacía
en gritos y aplausos. Y el grupo respondía con enormes improvisaciones en las
que lo mismo sonó jazz que más cumbia y algo de tropicalia.
Luego Bardo se dio el tiempo de
recordar los domingos de asado en familia –a quienes saludó, pues habían hecho
el viaje desde Michoacán para verlo– e interpretaron Déjenme Llorar, de Bronco. Salieron para tomar aire y recuperar fuerzas, no así sus fans, quienes los
sometieron a improvisados vítores con golpes en el suelo.
A su regreso ya los esperaban
listos con lo que decidieran soltar y convirtieron La Tigresa en el previo para
contar la historia de La Jura. Ya en la recta final, se tomaron su tiempo para
tocar Itotiani, se miraban como si no llevaran una década juntos y con la
expectación de qué truco nuevo podría sacar el otro. Y de repente sí salía una
genuina expresión de sorpresa.
Como la que sobrevino en el
público al escuchar esa única nota que se hiciera famosa como El Sonidito. Se
nos preguntó que si estábamos cansados y un unísono negativo retumbo por el
lugar a lo que Gabriel respondió pegándole a la batería como si fuese una
tambora. Acto seguido, los hípsters/fresas (meros adjetivos resultado de la
observación) se pusieron a zapatear al ritmo de esa mezcla de duranguense con
guitarra de funk.
“Diez años esperamos para poder
estar aquí, frente a ustedes”, dijo Eduardo. Sin saberlo, el público esperó los
mismos diez años.
Para Joyride
Fotos: Aldo Llorens
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