lunes, 24 de julio de 2017

Levantón


-Así como has sobrevivido a todo, así como nada ha logrado atar tu ánima, haz que yo sobreviva y que nada pueda atar mis manos, ni mi cuerpo, ni mi espíritu. Haz que yo salga venturoso de…

No pudo terminar su rezo, ese que corresponde al noveno día en el ritual de oraciones al santo de los narcotraficantes. El Zorro estaba a punto de hacer su petición cuando una embestida brutal, que dejó momentáneamente la camioneta sobre las dos ruedas izquierdas, lanzó su cuerpo contra el lado opuesto al que le habían asignado sus captores y lo puso boca arriba, sobre sus manos, que estaban atadas en su espalda. Quedó apresado entre el interior de la caja y los cuerpos de sus dos amigos. Más que dolerle, el golpe lo alertó. Comparado con lo que ya le habían hecho, esa sacudida parecía cualquier cosa.

La camioneta no iba a más de quince kilómetros y el golpe, que sonó como los cuernos de tres toros que se hubiesen organizado para embestir, logró detener su marcha. El Zorro trató de girarse, pues su propio peso acentuaba el dolor que le producía la reciente amputación de los dedos índice y anular en cada mano, pero no encontró la forma de impulsarse. Quiso hablar, como si no estuviera amordazado, para saber si el Güicho y el Sancho estaban conscientes, pero sólo pudo emitir unos gemidos muy leves y ahogados. Un par de sonidos similares le indicaron que sus camaradas seguían vivos, apenas.

El golpe que se llevaron los sicarios de adelante no fue menor: los tres cuerpos quedaron apelmazados contra la puerta izquierda, el latigazo que dio la camioneta al regresar a su posición les quitó los sombreros y los desarmó. Las pistolas que llevaban en el regazo terminaron en el piso y la que iba en el tablero salió por la ventana. Las latas de cerveza que tenían fueron atraídas hacia la puerta, como si un imán se las hubiese arrancado de las manos. Temieron que se tratara de una emboscada, que el grupo rival intentara rescatar a sus halcones y les hiciera pagar por la afrenta.

El Guizmo, quien iba detrás del volante, trató de volver a echar a andar la troca, pero luego de empujar la llave tres veces en la marcha, sólo para escuchar un par de sonidos agónicos provenientes del motor, se dio cuenta de que el único ruido que se escuchaba era el del disco de narcocorridos que traían en el estéreo (pero sólo por una bocina, porque el golpe había desconectado la del lado derecho). Afuera no había señal de algún movimiento, mucho menos balazos o gritos con amenazas y groserías. Echó una mirada, entrecerrando los ojos para tratar de enfocar más lejos, y encendió las altas al tiempo que se inclinaba hacia adelante. A los lados no había nada que ver, la oscuridad lo absorbía todo.

Empujó a sus compañeros para abrir la puerta, salir del vehículo y recoger su arma. Estiró las piernas con cautela, tocó sus pantalones para notar cuán mojados estaban por el baño de cerveza, y azotó la puerta para cerrarla. No había luz en la cabina; hacía mucho tiempo que ésta no servía. Fijó los ojos en el cielo tratando de ubicar la luna y su luz para así encontrar su pistola. Pero ni luz ni luna; no esa noche. Antes de bajar la cabeza al suelo dio una bocanada grande de aire y notó que su mano, todavía posada en la puerta, temblaba, como si hiciera mucho frío. Pero el clima de la sierra era caliente aún de noche y asumió que el movimiento involuntario sólo era producto de la impresión del choque.

Asomó la cabeza por la ventanilla hacia adentro de la camioneta para sacudir un poco a sus amigos al tiempo que les hablaba para saber si estaban bien. Ambos respondieron afirmativamente con la cabeza y apenas dijeron unas palabras elegidas al azar, como si la mitad de sus frases se hubiesen quedado dentro de la cabeza de cada uno. Regresaron a sus posiciones, como asumiendo que reanudarían el viaje de un momento a otro. Pero el Guizmo les dijo que la camioneta no arrancaba, que bajaran para ayudarle a revisarla. Regresó la mirada al suelo y volvió a entrecerrar los ojos; los finos toques de oro en su pistola debían de emitir algún brillo aún con la poca luz.

Al tiempo que el Guizmo se agachó para tentar a ciegas el suelo con las manos, el Patas, quien siempre había odiado el apodo, trató de abrir la puerta de su lado sin éxito. El golpe la había trabado.

-¿Qué pedo?-. preguntó Pedro, quien llegó tarde a la repartición de sobrenombres, mientras su amigo revisaba que la puerta no tuviera el seguro puesto.

-Esta chingadera se atoró-, respondió al tiempo que daba tirones rápidos y desesperados a la manija-, hazte para allá.

Se acomodó para tomar impulso; luego de tres empellones la puerta cedió y se abrió entre lastimeros ruidos de lámina retorcida.

-¡Ya la encontré!-, anunció gustoso el Guizmo al tiempo que apareció en la puerta opuesta, casi con un salto, sosteniendo la pistola por el cañón y mostrándoselas a sus compañeros, más como un trofeo que como su posesión más valiosa-, a la Panchita y a mí nada nos separa.

Los otros no le respondieron, ambos volvieron la vista a la puerta que poco a poco se abría. El Patas sacó su pierna derecha y la posó en el suelo como si de modelar sus botas en un comercial se tratara. En ese momento, un segundo golpe sacudió la camioneta, esta vez más fuerte, como si aquello que los chocó se hubiera echado hacia atrás para tomar impulso. La camioneta se volvió a elevar en dos llantas, se desplazó al menos medio metro y se suspendió un momento en el aire. Atrás, en la caja, los tres delincuentes secuestrados se apretujaron como bultos y el Sancho rodó hasta quedar arriba de los otros dos formando una pirámide a escala menor. El Guizmo alcanzó a dar tres pasos atrás, suficientes para evitar cualquier contacto con la camioneta, pero con la certeza de que ésta terminaría encima de él. Dentro de la cabina, Pedro se deslizó sobre el asiento de piel y se vio obligado a tomar el puesto de conductor.

La camioneta recuperó su posición con más violencia que la primera vez, pero no regresó el silencio. Cuando las llantas tocaron el piso, el Patas comenzó a gritar, aterrado, con desesperación: la puerta había sido cerrada contra su pierna, pero ésta no fue amputada: el hueso de su rodilla explotó convirtiéndose en un montón de astillas que parecía que trataban de huir a través de su carne y el filo de la puerta desgarró su pantalón hasta llegar a la piel. Pero ahí estaba todavía, sostenida por lo que quedaba de tela y los retazos de carne. El dolor aumentó con el brusco jalón que dio cuando trató de meter su pierna por puro instinto; pero notó que lo que había quedado dentro estaba atrapado entre el asiento y la puerta.

El Guizmo reaccionó como sólo un matón puede hacer: empuñó su arma, delante de la cara de Pedro, y la accionó cuatro veces. Las balas atravesaron de un extremo a otro la cabina de la camioneta y no encontraron dónde alojarse. Ahí no había nada ni nadie.

Pedro tenía los ojos bien abiertos y posados al frente, sin mirar realmente. Las detonaciones de la pistola lo habían ensordecido y dentro de su cabeza sólo notaba un zumbido en un tono uniforme. Sólo reaccionó cuando Guizmo abrió la puerta sobre la que estaba recargado y sintió el dolor alarmante que esto le produjo: tenía el brazo roto. La extremidad se dejó caer sin fuerza, inerte, como si se le hubiese entumido, pero sin el característico hormigueo. Escuchó el crujido del hueso como si éste hubiese sucedido dentro de su cabeza y entonces todos los sonidos volvieron. Salió del trance y vio que el Guizmo, ignorando su existencia, pasaba por encima de él para auxiliar a quien aullaba de dolor por su pierna.

-¡Aguanta, compa!-, le gritó Guizmo al Patas, sin esperar que éste se callase. Cuando vio que su amigo se estaba agarrando la pierna, sacó la cabeza por la ventana para ver que una bota se balanceaba muy lento, apenas por encima del suelo.

Los sicarios secuestrados no tenían ni idea de lo que estaba pasando, la posición que asumieron con las sacudidas les impedía ver algo, aunque trataron de imaginarlo. Pero incluso en el estado tan lamentable en el que se encontraban a causa de las torturas recibidas, sintieron cierto gozo por los aullidos de dolor de uno de sus captores. El Sancho esbozó un intento de sonrisa, pero sólo logró una mueca macabra con una mordaza llena de sangre carente de dientes por el trabajo dental improvisado que le habían hecho con unas pinzas. Pero ésta expresión desapareció cuando posó la vista hacia adelante. El Zorro percibió el movimiento de su amigo, quien al estar encima de él y del Güicho gozaba de una mejor visión, y trató de buscar sus ojos como si a través de éstos pudiera ver algo, pero fue inútil.

Aparecieron dos pares de puntos blancos, no más grandes que una moneda de diez pesos, dispuestos de forma geométrica de tal manera que de haberlos unido con una línea habrían sido los vértices de un trapecio de cabeza. Emitían una luz similar a la de las luces de led. Se movían y se estaban acercando a ellos.

El Zorro no podía imaginar qué había allá afuera, y su curiosidad aumentó cuando tuvo la sensación de humedad cálida en su muslo y vientre: el Sancho se estaba orinando. La cantidad de orina que escapó del cuerpo de su amigo fue tal que parecía haber bebido al menos un par de litros de cerveza bien fría en los últimos veinte minutos. Y supo que no había otra razón para ese acto que el pánico cuando alcanza su punto más alto en una persona.

Apenas un instante después el Sancho empezó a agitarse y a moverse desesperado, sin importarle que sus amigos estuvieran debajo de él, tratando de escapar con esos movimientos inútiles. Las lágrimas comenzaron a escurrir por su cara: estaba aterrado y a los gritos del Patas, se unieron los gemidos del Sancho en una extraña sinfonía de miedo.

Los seis sicarios sintieron que la camioneta descendía sobre la suspensión de las llantas traseras, escucharon los resortes rechinar como si les faltara mantenimiento. Esto provocó que todos se callaran. En medio de la sierra sólo se escuchaba la tambora de un narcocorrido con un volumen muy bajo. El Guizmo quiso ver qué había detrás, pero en el flanco izquierdo apareció un juego de puntos blancos idénticos a los que había visto el Sancho y no le quedó más que prestar atención a ellos.

Nunca había visto algo parecido y resaltaban de tal manera entre la oscuridad que ignoró la presencia del Patas como antes había hecho con Pedro. El Patas, sin dejar de sentir dolor, giró su cabeza buscando qué es lo que había puesto en trance al Guizmo y posó sus ojos sobre lo que no sabía que era una mirada.

Pedro no podía ver los mismos puntos que sus amigos, pues éstos le estorbaban, así que con mucho cuidado tomó su brazo fracturado y lo puso sobre su pecho, como si fuera a arrullarlo. Pero por más tacto que tuvo, no pudo evitar sentir un dolor agudo que iniciaba en el brazo y recorría todo su cuerpo, como un choque eléctrico. Con pequeños saltitos sobre sus nalgas, giró todo su tronco para ver qué es lo que pasaba detrás, sin siquiera pensar en la posibilidad de utilizar el espejo retrovisor.

Entonces la aparente calma se interrumpió por el sonido de un vidrio que se rompía. Era el medallón trasero que había sido atravesado por un puño que se colocó frente a la cara de Pedro, pero sólo por un momento antes arrancarle la cabeza y aplastarla contra el interior de la camioneta. El cuerpo que yacía detrás del volante dejó caer ambos brazos inertes sobre sus piernas, pero ya no había sistema nervioso que registrara dolor por el hueso roto.

Sus amigos salieron del efecto que aquellos ojos les impusieron y voltearon hacia donde tenía que estar sentado Pedro. Sin embargo, se encontraron con un cuerpo del que emanaba un chorro constante de sangre. Cuando estaban a punto de gritar presos del miedo, una garra similar a la que decapitó a su amigo se posó sobre la puerta y la arrancó de su sitio. Guizmo, que estaba aferrado con ambas manos a la puerta, salió disparado hacia afuera de la camioneta y cayó a unos cinco metros de distancia.

Fue así como el Patas logró liberar su pierna. Pero no hubo ningún alivio, al contrario, el dolor regresó con más fuerza y el torniquete que se había hecho en su muslo con la presión que ejercían el asiento y la puerta se liberó, lo que dejó correr la hemorragia. Volvió a gritar por el dolor pero se llenó de rabia y adrenalina, que le hicieron notar la Panchita de su amigo a un lado de la pierna. Tomó la pistola de la culata con la mano izquierda pero sólo para pasarla y empuñarla con la derecha en un movimiento continuo. Trató de apuntar hacia los puntos blancos, como si fuesen dianas en miniatura y vació el cartucho. Tres de sus disparos mataron al Guizmo, quien se había puesto de pie y enfilado hacia la camioneta, sólo para recibir un tiro en el pecho y dos en la cara provenientes de su querida pistola.

Del arma con detalles de oro salió una última bala y rozó alguna parte de aquello que los estaba atacando. La respuesta fue similar al sonido que produce la concha de un danzante en un ritual de baile prehispánico. De inmediato se sumó un ruido igual en la parte trasera de la camioneta y el Patas supo que había dos de aquellos monstruos en la oscuridad. Dejó que la pistola se deslizara fuera de su mano y se recostó en el asiento, usando las piernas del cuerpo de Pedro como almohada, y morir a causa de la pérdida de sangre. Con lo que le quedaba de vida, extendió su mano hacia la radio para subir el volumen de un viejo narcocorrido.

Fue sólo al escuchar aquellos aullidos que el Zorro sintió un miedo superior al que le causaron las amenazas y las torturas recibidas en las horas previas. Su abuela le dijo en más de una ocasión que sólo había que temerles a los vivos porque los muertos no hacen nada, pero nunca le advirtió qué tipo de cosas podían vivir en este mundo. No fue capaz de ver la secuencia en que murió el primero de sus captores porque se obligó a cerrar los ojos. Lo que no pudo evitar fue el sentir un líquido tibio caer sobre su cara, sin adivinar que era la sangre mezclada con el cerebro de Pedro.

No encontró forma de mitigar el sonido puesto que no podía cubrirse los oídos y sintió un nuevo impacto en la camioneta, más brusco y más cerca. Acto seguido, sintió que lo liberaban de la presión que ejercía el cuerpo del Sancho encima de él y cómo el Güicho pegaba su nariz contra el costado de su rostro. Giró la cabeza hasta sentir la nariz de su amigo en su frente y abrió los ojos. Gimió un poquito pero no obtuvo respuesta y dio un leve empujón a la cabeza, misma que había sido desprendida de su dueño y se patinó, casi flotó, muy suave, al otro extremo ayudada por la sangre que empezaba a abundar en la superficie donde estuvieron acostados la última hora y media.

La camioneta rebotó sobre su suspensión de nuevo, pero esta vez en la parte de adelante, la música cesó, y el Zorro alzó su cara para vislumbrar unas llamas que crecían con rapidez. Se arqueó para ver hacia atrás y en esa posición, viendo al revés, reanudó su rezo:

-Así como has sobrevivido a todo, así como nada ha logrado atar tu ánima, haz que yo sobreviva y que nada pueda atar mis manos, ni mi cuerpo, ni mi espíritu. Haz que yo salga venturoso de…

Cuando, en su mente, llegó a esas últimas palabras vio, con la ayuda de la luz de las llamas, un par de siluetas que se alejaban: una de ellas parecía gotear una sustancia parecida al mercurio o al aceite, el otro ser llevaba a cuestas a un Sancho liviano que no supo distinguir si estaba muerto o desmayado. Deseó que estuviera muerto y se recostó para fijar la vista en las estrellas.

-…amén.

La camioneta explotó.

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